El día que conocí a Sergio
15.03.2011 -
Salón de prensa del Teatro Principal, termina una rueda de prensa, una de tantas, de esas, pocas, a las que iba Sergio. Ahora sé porqué estaba allí. Nada más terminar, se levanta y se dirige a los compañeros, mejor dicho, a las compañeras, y comienza una batería de preguntas a cada una de ellas: «¿Te vienes el sábado a Monóvar? Vamos a la Casa Azorín, Bodegas Poveda y a comer en el Casino». Repetía, de una en una, la pregunta y casi todas las compañeras decían que sí. Al pasar la mirada por mi cara de imbécil, con la que le estaba mirando, algo debió percatarse y, pensó, pobre hombre, «¿Te vienes tú?». Tan solo le acerté a decir que sí moviendo la cabeza afirmativamente.
Aquel sábado, antes de que llegara el autobús que nos iba a llevar, ya estaba allí, en la puerta de la CAM. Esperé, llegué a pensar en una broma, pero poco a poco fueron apareciendo los viajeros, mejor dicho, la mayoría de viajeras. Cuando ya estábamos todos emprendimos la marcha, solo nos faltó cantar las canciones típicas que se cantan en un bus de excursión, pero no faltaron risas, comentarios, desplazamientos de sitio, unos con otros y una algarabía de cariños cruzados entre los que yo flotaba pellizcándome, a cada rato, por si lo soñaba.
Con Jose Payá, visitando la Casa Museo del maestro Azorín -pseudónimo que tomó de Yecla, mi pueblo y el suyo de adopción- tuve algunas diferencias con Payá, nada irrecuperables y, además, nos hicimos amigos, por amigos comunes y simpatía azoriniana.
La visita a las Bodegas Poveda, espectacular, nos trataron como a virreyes, es normal este trato de esta familia vinatera que tanto esfuerzo tiene contribuido al desarrollo de las tierras alicantinas. Buenos vinos y mejor conversación. De mi abuelo Pedro, bodeguero, algo se me quedó, me sacó de pila y eso marca. En 'La Sacristía' bebimos esplendorosamente el mejor fondillón. Y nos fuimos a comer.
Menudos gazpachos en el Casino, en las tierras del interior este plato tiene ligeras diferencias, para algunos son muy importantes, para los que apreciamos de forma conjunta comida, compañía, amistad y cariño, esos detalles nunca nos parecieron mayores. El plato cumplió su cometido, convertirnos en amigos. De regreso a Alicante todavía tuvimos tiempo de tomarnos un gins-tonics, broche de oro, y me tuve que marchar.
Lo sabe muy poca gente pero aquel día mi vida cambió. Comencé a salir de un agujero muy profundo, emocional, en el que me encontraba. A él, pasado el tiempo, tuve la ocasión de decírselo, sin que me quisiera escuchar mucho, porque sobre esos asuntos le gustaba más actuar que hablar.
A partir de entonces podríamos escribir libros de las risas que compartimos, conversaciones profesionales, confesiones de amoríos, alguna que otra diferencia, que también las hubo, y un sinfín de noches mágicas que se sabía cuando empezaban y nunca cuando iban a acabar. Pero por encima de todo ello quedará la persona que fue y que ya no podré borrar de mi memoria por mucho tiempo que pase.
El maldito pasado viernes, encima 11-M, no lo encontré donde esperaba, en su habitación 506. Al preguntar por él me descerrajaron en plena cara su muerte. Y la negué como un resorte, pero la realidad era tozuda y la confirmación de la enfermera, también. Hacía tiempo que no lloraba de esa manera porque otras muertes, de personas también queridas, me llegaron siendo anunciadas por procesos largos de enfermedad.
Esta muerte me vino cuando más necesitaba su compañía, en la tarde de un viernes, con un tiempo de perros, en la que lo mejor que me podía pasar era estar con mi amigo Sergio, aunque fuera en un hospital, sin cigarros ni cervezas, pero con su risa y complicidad y la mejor oportunidad para compartir algunos sentimientos que ya no le podré contar, que me los guardaré, irremediablemente, para mí.
Lo peor de todo es que me he acostumbrado a verlo, a encontrármelo por la calle, a compartir con él espacios comunes, sobre todo bares y algún que otro concierto. ¿Y ahora qué haremos? Sobreviviremos, porque la vida será diferente, porque aunque sigamos viéndolo pegado a nuestro paisaje urbano, ya no estará. El destino se ha pasado tres pueblos con la mala leche.
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